viernes, 20 de octubre de 2017

Ese muchacho llamado Abel Santamaría

A la memoria de la hermosa amistad de Abel y Vidal Muñoz.

Cada vez que escucho el nombre de Vidal Muñoz por cualquier recoveco del antiguo central Constancia, hoy Abel Santamaría, siento una inmensa sensación de cariño y respeto, y unos deseos tremendos de verlo venir nuevamente por el barrio España y sentarme frente a él y quedar satisfecho con la placidez de su voz, de una voz hecha para contar historias

De niño lo veía pasar con su carga de papeles, por el camino, cortando en dos el enfriadero del central. De saberlo venir diariamente pude haberlo convertido en un hombre común. Sin embargo, siempre me sorprendía con aquel andar tranquilo, de mirada fija; de su voz, a
distancia, reposada; con el saludo respetuoso, rayando en lo reverencial.

Circunstancias tremendas debían rodear la vida de aquel hombre. Entonces yo era muy pequeño y mi tartamudez natural ponía barreras entre nosotros.

¿Qué no sabía Vidal de su añeja industria, de cuántos recodos posee este batey? Pero, si además se entera de que fue el amigo predilecto de Abel Santamaría en la infancia, entonces el encanto es completo. A pesar de que vivió por más de setenta años, su memoria era juvenil y en cada partícula de su cerebro se encontraba grabado un acontecimiento, un nombre, un pasaje de sólidos valores históricos.

De Abel casi todo lo sabía Vidal Muñoz. Camaradas habían sido hasta la médula ¿Qué de encantos poseía Vidal para que él lo tuviera entre sus preferidos? ¿Por cuáles caminos recónditos debió marchar aquella amistad de cuna? Solo él guardaba en su pecho, enardecido de fuego y sueños, las respuestas a mis curiosidades. Y fue un torrente primero y un remanso después.

―Mira, allí ―me contó un día de diciembre de 1995 señalando para un trozo de portal entre la bodega y la peluquería―, en 1936 se encontraron por primera vez Jesús Menéndez y el niño Abel. Veníamos de jugar pelota, único juguete al que teníamos derecho los pobres en este país, cuando vimos un negro alto que cargaba sobre sus hombros un puñado de cañas cristalinas. Nos sorprendió la ternura con que nos miró. Fue tan sincera la mirada del trabajador que Abelito dejó en ese mismo momento el berrinche que traía por una bronca con un buscapleitos que gustaba de abusar de los más pequeños del batey y contra el cual mi amigo la había emprendido a trompadas.

Abel, tan locuaz como siempre, se le acercó y le dijo: “Señor, regálame una caña». El negro, con toda la parsimonia del mundo, bajó la carga, zafó las amarras y escogiendo la más gruesa le respondió: “Toma, aprovéchela bien”. Le dimos las gracias y ya íbamos a volvernos, cuando escuchamos otra vez en su voz aquel eslogan que los magnates del azúcar repetían una y mil veces para el bien de sus fortunas: “¡Recuerden, niños, sin azúcar no hay país!”.

Abel quedó mirando al hombre que se marchaba. El semblante de mi amigo se puso muy serio. Comprendí que las palabras de Jesús Menéndez (el nombre lo supimos después), habían calado profundamente en el corazón de quien sería en 1953 el segundo hombre del Moncada.

Cada vez que veíamos a Jesús, mi compañero pasaba unos minutos con sus pupilas celestes, fijas en el hombre de ébano. Luego supimos de su expulsión del central por haber denunciado en el periódico El País la mala situación de los obreros.

Los Luzárragas, administradores de la fábrica entonces, habían esperado al líder azucarero en la terminal de trenes de Encrucijada con intenciones de asesinarlo y como el pueblo no lo permitió, lo atropellaron miserablemente. Recuerdo como mi pequeña compañía estuvo varios días de mal humor. Le dolía ―me reveló― no ver más al hombre combatiente por la redención de los pobres.

“Hay que tener valor para ir a la ciudad grande y acusar públicamente a estos ricachones que se creen los dueños del mundo. Hablar en la prensa es muy peligroso”, me comentó el hijo del carpintero. Por eso reconocía en Menéndez a un negro honrado y guapo.

La mano de Vidal en mi hombro buscaba el descanso a sus huesos envejecidos, o mejor, la vida a la historia que dormitaba en su pecho. Otra vez el amigo:

―No me gusta el silencio de este elefante de metal. Nosotros (claro, ahí está Abel) disfrutábamos el período de zafra. La gente renacía de sus escondites. Eran tres o cuatro meses de esperanza. Hoy no, hoy todo es vida. Cuando en la otra etapa la zafra concluía, la esperanza se volvía a los ranchos y a los conucos. Era un tiempo más muerto que el de los muertos.

Una mañana, Abel me invitó al gabinete del doctor Nicolás Monzón. La verdad fue que me preocupé muchísimo: Monzón y comunismo eran sinónimos. Pero lo acompañé ¡Qué no hubiera hecho yo por él! En ese lugar descubrí por primera vez el sentimiento de anagnórisis que, supongo, embargó en múltiples ocasiones a los antiguos griegos. Medí, entonces, la grandeza de mi amigo y empecé a sentir por él un respeto casi sagrado. Cuando ya Abel había recogido de la biblioteca particular del fundador del Partido Comunista en este pueblo un libro de Lenin, pude escuchar, gracias a mi embobamiento ante una obra de arte a lienzo, lo sentenciado por Jesús Menéndez al médico comunista: “Ese muchacho va a ser de la gente que cambiará la vida en este país”.

En 1947 Abel partió para La Habana, me evocaba las palabras dichas por el líder de los obreros del azúcar cuando aún éramos niños. Yo estaba seguro de que en sus 21 años de edad el hijo de Benigno y Joaquina, había madurado en sus ideales políticos con relativa rapidez. Y temía por lo que pudiera sucederle en una ciudad donde los esbirros se daban de cabeza en la calle. Disertaba constantemente sobre los difíciles problemas de los trabajadores y la necesidad de ayudarlos en su lucha.

Por ahí andaban el negro Jesús dándole vueltas en su cabeza, y los problemas con el gobierno que no dejaría de acosarlo. De verdad que me llené de orgullo cuando escuché por radio la carta que con su puño y letra le envió al periodista Pardo Llada –el hombre grande de los Ortodoxos a la muerte de Chibás– conminándolo a hacer algo para cambiar el estatus sociopolítico de la Isla.

Quince días antes de marchar para Santiago de Cuba, estuvo en el batey del central. Lo primero que hicimos fue conseguir un par de caballos y cabalgar por cada rincón que ya conocíamos. “Quiero guardar todos estos parajes, Vidal, para que no se me borre de la memoria mi pueblito querido; aquí estudié, soñé, sufrí y amé. Nada en la gran ciudad es igual. Esto es vida”, dijo y me abrazó casi llorando.

Luego me pidió que lo acompañara al terreno de pelota, quería ver jugando a quien creía el mejor centerfield de la región central en aquella época, nuestro vecino Orlando Depestre. Esa tarde el mulato de Los Azucareros de Constancia le cazó una recta a Navarrete, lanzador del Almendares contratado por el director del club del central Unidad, de Cifuentes, y sacó la esférica por el mismísimo jardín central. Abel llevaba en su mano izquierda el guante de color vino que le había regalado su madre un día de reyes. Imbuido por el entusiasmo, dio un brinco que casi se cae de las gradas.

Por último, me trajo hasta ese portal y evidentemente emocionado me dijo: “Vidal, me parece que todavía lo veo con su mazo de cañas al hombro”.

No sé si fue que lo vi en sus ojos, pero también la sombra del redentor obrero cruzó por mis pupilas. Ahora cada vez que transito por este lugar y miro para la industria, estoy convencido de que el Cristo de los azucareros tenía razón cuando cambió aquel eslogan oportunista de los antiguos oligarcas por el de: ¡Todo el azúcar para el país!

Lo único que no se perdonó Vidal fue el no haber descubierto en sus ojos claros los planes del hijo del carpintero para aquel 26 de julio.

―Me habría marchado con él y lo hubiera salvado con mi propia vida de las bestias amarillas que merodean en la noche. Los remordimientos desde entonces no me han dejado dormir feliz nunca más ―me confesó mientras se iba con sus pasos lentos calle abajo en busca del barrio que le recordaba la patria de sus padres.